martes, 10 de marzo de 2009
Me acurruco
Gritar. Gritar hasta quedarse afónico. Gritar con todas tus fuerzas aunque ni siquiera muevas la boca.
A veces gritamos nuestros miedos, nuestras expectativas, nuestros sueños. Pero no es un grito como el que conocemos. Es un grito que viene de dentro. De muy dentro. Más abajo de la garganta.
En realidad no sé muy bien de dónde viene. Sólo sé que aunque no pronuncie ni una palabra es el grito más intenso que jamás he dado, o por lo menos el más sincero.
Estos gritos sólo aparecen cuando estamos saturados pero no nos encontramos con fuerzas para contarle a nadie lo que necesitamos contar. Es en esos momentos cuando aprece dentro de nosotros un impulso, una fuerza que no pensabamos que existiera, que nos grita desde lo más profundo de nuestro ser.
A veces no nos descubre nada, pero la mayoría de las veces esa fuerza interna nos descubre el porqué estamos en la situación en la que estamos. Muchas veces no queremos escucharla y aunque sabemos que tiene razón y que sólo grita para ayudarnos, la ignoramos, la enterramos muy profundamente. En lugar de liberanos de la voz lo que provocamos es que nos grite más fuerte. Haciendo la situación insostenible.
Entonces por primera vez, abrimos la boca y gritamos con todas nuestras fuerzas. Pero esta vez gritamos para todo el mundo. Explotamos. Nos liberamos de esa odiosa vocecita interna. Nos dejamos en manos de los otros. Ahora ya no puedes hacer nada, no hay marcha atrás. Ya has confesado por muy malo que pueda ser el resultado.
Escuchando una voz que me grita desde dentro, pero sin gritar hacia afuera.
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